
Enfermería en urgencias:
experiencia en primera línea del cuidado vital
Durante aproximadamente cinco años trabajé en el servicio de Urgencias hospitalarias, rotando por distintos hospitales públicos de la Comunidad de Madrid.
Esta experiencia me puso en contacto directo con la realidad más cruda del sistema sanitario: el dolor físico extremo, la incertidumbre vital y el trauma agudo.
En los hospitales de referencia, donde se atienden los casos más graves, cada turno es un escenario imprevisible. Desde infartos, ictus y politraumatismos por accidentes, hasta heridas por arma blanca o arma de fuego.
En este contexto, la atención se centra en resolver lo inmediato, estabilizar y derivar. Pero detrás de cada caso hay una historia suspendida entre la vida y la muerte.
El trauma físico es evidente: cuerpos heridos, órganos comprometidos, dolor desgarrador. Pero también está el trauma emocional, muchas veces invisible, tanto en pacientes como en los profesionales que los atienden.
Como enfermera, viví situaciones que me marcaron profundamente: la mirada perdida de quien acaba de recibir una noticia devastadora, el temblor del acompañante de un familiar herido de gravedad, el shock silencioso de quien ha visto la muerte de cerca.
El contacto con el paciente es breve, pero la intensidad es inmensa. Y aunque la formación clínica te prepara para actuar con eficacia, ninguna formación te blinda ante el impacto humano de sostener el trauma ajeno día tras día. En Urgencias comprendí que el cuidado real no consiste solo en intervenir, sino en preservar la dignidad incluso en el caos.
Esta etapa me enseñó a mirar el trauma no solo como una emergencia médica, sino como una herida integral: física, emocional y existencial. Una herida que también deja huella en quienes cuidamos…

Medicina Interna:
donde el cuidado se vuelve cercanía y acompañamiento
Durante otros cinco años, desarrollé mi labor en los Servicios de Medicina Interna de distintos hospitales.
A diferencia del ritmo urgente y vertiginoso de otros servicios, aquí el tiempo adquiere otra dimensión: los pacientes permanecen ingresados durante semanas, a veces incluso meses, y eso transforma por completo el vínculo asistencial.
La mayoría de estos pacientes eran personas mayores o con enfermedades crónicas complejas: insuficiencia cardiaca, EPOC, diabetes avanzada, cáncer en fases intermedias o terminales. Algunos llegaban descompensados tras un proceso agudo; otros, simplemente, no tenían red familiar o socioeconómica suficiente para sostenerse en casa.
Los cuidados iban desde el soporte clínico avanzado —monitorización, antibióticos intravenosos, manejo del dolor, cuidados paliativos— hasta una presencia humana constante, muchas veces silenciosa, pero profundamente significativa.
Aquí no solo se trata de curar, sino de sostener, aliviar, acompañar.
Es un servicio donde se aprende a convivir con la muerte cotidiana, no como un fracaso, sino como parte del ciclo vital.
También se aprende a mirar la vejez con respeto, a acompañar los duelos familiares anticipados, a nombrar lo que cuesta ser nombrado.
En este entorno, el vínculo terapéutico se profundiza: no solo por el tiempo, sino por la entrega emocional que exige estar al lado del otro cuando ya no hay promesas de recuperación.
Fue en Medicina Interna donde terminé de comprender que cuidar no es solo intervenir, sino estar presente con dignidad y humanidad, incluso cuando ya no queda mucho por hacer.

Unidad del Dolor:
donde el cuerpo habla lo que la mente calla
La Unidad del Dolor fue una de las experiencias más transformadoras de mi trayectoria como enfermera.
En este servicio especializado, el objetivo no era únicamente aliviar el dolor físico, sino abordar el sufrimiento en toda su complejidad, reconociendo su dimensión biológica, emocional y psicosocial.
Aquí se atendían personas con dolor crónico de larga evolución: fibromialgia, neuropatías, dolor oncológico, postquirúrgico, lumbar o visceral.
Pacientes que, en muchos casos, llevaban años buscando respuestas.
El tratamiento incluía desde fármacos de última generación hasta bloqueos nerviosos, infiltraciones, neuroestimulación, terapias complementarias y apoyo psicológico especializado.
Fue en esta unidad donde comprendí con absoluta claridad algo que transformó mi mirada profesional:
el cuerpo guarda memoria.
Descubrí que muchas veces, tras un dolor persistente, hay historias no contadas, traumas pasados, emociones no procesadas o vivencias silenciadas.
El cuerpo, como si fuera un archivo vivo, expresa a través del síntoma lo que no pudo ser expresado en su momento.
Aprendí que no todo dolor tiene una causa visible, pero todo dolor tiene un significado, un mensaje que merece ser escuchado con respeto y sin juicio.
Esta comprensión fue una de las semillas que me condujeron a transitar hacia la Terapia Integrativa Transpersonal, donde hoy sigo explorando esa íntima conexión entre memoria somática, biografía y salud.

Psiquiatría:
el arte de cuidar lo invisible
Mi paso por el Servicio de Psiquiatría fue, sin duda, una de las experiencias más transformadoras de mi trayectoria como enfermera.
Este ámbito representa un mundo aparte dentro del sistema hospitalario: aquí no se trata de atender lo que se ve, sino lo que duele en silencio.
Los ingresos suelen ser largos —semanas o incluso meses— y, en muchos casos, no existe una alteración física evidente.
Sin embargo, eso no disminuye la intensidad del sufrimiento.
Al contrario: el dolor emocional, psíquico o existencial puede ser tan incapacitante como una enfermedad orgánica, y su abordaje requiere una presencia profesional distinta.
En Psiquiatría aprendí que hay heridas que no sangran, pero duelen con la misma profundidad.
La escucha empática, la contención emocional, el respeto por el tiempo interno de cada persona y el sostén en momentos de desregulación son herramientas tan necesarias como cualquier tratamiento farmacológico.
Trabajé con pacientes diagnosticados con depresión severa, trastornos de la conducta alimentaria, episodios psicóticos, intentos autolíticos, ansiedad paralizante o traumas complejos no resueltos.
Comprendí que el sufrimiento psíquico no siempre tiene nombre, pero siempre tiene raíz, y que el cuerpo y la mente dialogan incluso cuando parece que todo se ha roto por dentro.
Esta experiencia me enseñó que la salud mental necesita una mirada profunda, integradora y compasiva, que respete la historia personal y la dignidad de cada ser humano. Y sobre todo, que acompañar no es intervenir, sino saber estar.

Oncología:
acompañar la vida… incluso en el morir
En el Servicio de Oncología, el impacto emocional adquiere una dimensión distinta, profunda y radicalmente humana.
Aquí atendí a pacientes de todas las edades, desde adultos jóvenes hasta personas mayores, que pasaban largas temporadas ingresados o regresaban periódicamente para recibir quimioterapia, radioterapia o control del dolor.
El vínculo terapéutico se tejía con tiempo, presencia y mucha humanidad. No solo con el paciente, sino también con sus familias, que acompañaban el proceso con esperanza, miedo y amor a partes iguales.
La muerte estaba siempre presente: a veces como certeza inevitable, otras como un temor latente, y casi siempre como un tabú del que apenas se hablaba.
Este servicio me enseñó el valor de la presencia sin palabras, del cuidado como un acto silencioso de amor y dignidad en los momentos más vulnerables.
Aprendí que el morir no es un fracaso médico, sino una etapa de la vida que también merece ser acompañada, sostenida y respetada.
Oncología fue para mí una escuela de compasión.
Donde lo importante no era “hacer”, sino estar de verdad.
Donde descubrí que acompañar el final de la vida puede ser un acto profundamente sanador, incluso cuando no hay cura posible.
Porque cuidar, en esencia, es un gesto de presencia amorosa. Y eso también es salud.

Lo que me dejó esta etapa
Esta trayectoria profesional en enfermería me enseñó a mirar con profundidad, a acompañar con presencia y a escuchar incluso cuando no había palabras.
Aprendí que el verdadero cuidado no se limita a una técnica, sino que nace del vínculo, la empatía y la capacidad de sostener al otro en su momento más frágil.